“Bebo para olvidar mis penas, pero las muy desgraciadas aprendieron a nadar”. Esta frase se le adjudica a la grandiosa pintora Frida Khalo, maltratada por el bestial muralista Diego Rivera, a tal punto que se cuenta que cada vez que el hombre se le iba con otra mujer, ella arrancaba a beber tequila y se despachaba un intenso monólogo feminista, liberador y amargo. Pero cuando el hombre volvía y a ella se le pasaba la borrachera, se arreglaban y todo comenzaba de nuevo.
Penas nadadoras, penas sobrevivientes. El alcohol no alcanza para ahogar el desconsuelo frente al sueño roto, frente a la vida que se va, frente a lo absurdo que fluctúa entre lo ridículo y lo irónico. Las penas marcan todo un estilo, toda una militancia, toda una generación, toda una ilusión de ruptura plagada de supersticiones y desgarros personales.
Las penas saben nadar es un casi monólogo que se enmarca en la enorme tradición del teatro dentro del teatro, también conocido como meta teatro. Si bien el empleo de este recurso se acrecienta en América Latina en los años 70 luego del boom de Brecht, es necesario reconocer que el mismo ha estado presente en toda la historia de la representación como expresión de la necesidad de jugar con los planos semióticos, de decir “esto es teatro” y “esto otro” no, o “todo es teatro”.
Desde este punto de vista, puede decirse que la pieza de Estorino juega permanentemente con estos dos planos en varios aspectos: la tensión dramática va de lo ridículo a lo irónico; la fábula narra la vida personal y la vida en el teatro; el personaje va de la sobriedad a la ebriedad; el discurso deriva entre el chisme y la anécdota. Es un perpetuo juego dialéctico que nunca alcanza su síntesis, sino que se perpetúa entre un campo retórico y otro campo semiótico. Es precisamente este vaivén el que produce la angustia, la molestia en el espectador, que solo se mitiga con la risa o con el guiño que hace referencia a una realidad conocida.
La pieza se estructura en la clásica división en tres partes: una introducción que nos plantea la situación de comunicación bajo la forma de un festival de monólogos organizado por una instancia gubernamental en el que la actriz irrumpe sin permiso; el desarrollo, el cual es en sí un acto de ilegalidad, pues no deberíamos estar escuchando a esta señora que supuestamente viene a realizar el monólogo de Cocteau titulado La voz humana en un escenario usurpado después de tomar la escena por asalto; y finalmente, un desenlace previsible, el cual anuncia la violenta caída del personaje en el patetismo, en un pozo oscuro de recuerdos, sombras, resentimientos y supersticiones que no le permiten hacer el monólogo esperado pero la dejan al desnudo, ebria frente a un funcionario que la saca a empujones del escenario. Todo sucede mientras la actriz se va emborrachando supuestamente para calentar su propia voz, no La voz humana que intentó hacer en francés.
La pieza de Estorino se estrenó a finales de los 80 en La Habana y desde el principio cobró allí pleno sentido pues en Cuba la cantidad de compañías de teatro es tan grande que este monólogo se hizo allí inmediatamente comprensible para cualquier espectador. Sin embargo, en nuestro contexto, esta pieza podría resultar un tanto más hermética, a pesar de la excelente adaptación. En efecto, una parte importante de su tremenda carga de ironía podría pasar desapercibida ante el público debido a que muchas de las expresiones y frases que la comunican se refieren o se circunscriben al mundillo del teatro local. De hecho, en el Santo Domingo de 2013, esta pieza parece aquí un susurro al oído para la clase teatral, lo cual indica que dicha clase ya es capaz de constituir por sí sola un público, y que, probablemente, sólo a partir de este fenómeno el teatro se podrá popularizar entre nosotros.
Pero más allá del texto están la actriz y la directora. A la actriz la vimos, a la directora la adivinamos. Olga Bucarelli se deja atravesar por la pieza, construye un rito en el que se deja llevar pero al que controla permanentemente, al que amarra cada vez que el patetismo la arrastra. La construcción del personaje es apropiada desde el vestuario, la voz, la actitud corporal, los movimientos, los desplazamientos. Todo se conjuga para parecer desordenado, para simular una borrachera morbosa, pero no, el orden invisible de la directora se impone y el montaje se vuelve legible, inteligible.
Este tipo de puestas en escena corren el riesgo de ser monocordes, caóticas, de afincarse en la demencia y enturbiarse. Afortunadamente, este no fue el caso del montaje realizado por Elvira Taveras, Olga Bucarelli y Juan Rodríguez. Ni el texto, ni la actriz, y mucho menos la dirección permitieron que ganara la entropía y que las penas se ahogaran.
Y es por eso que, en cada función, las penas nos confirman que aprendieron a nadar.