“Memoria, rescate, antropología, ritual, teatro. Palabras que en una escena se aúnan
para promover rutas alternativas, sin pretensiones de verdad, sin deseos de reiterar
una moda pasajera como títere de un mundo propicio a la despersonalización.
Palabras que adeudan muchas respuestas y guardan interrogantes necesarios, a la
espera de ser interpeladas.”
Carlos Fos: en “Teatro, ritual, muerte y sanación, una experiencia en búsqueda de la restauración de los espacios públicos” http://sedici.unlp.edu.ar/bitstream/handle/10915/38280/Documento_completo.pdf?sequence=1
Un festival es una muestra de varias especies y da respuesta a múltiples intereses de diversos sectores: al público, a las autoridades, a los teatristas, a los que miran más allá, a los que miran más acá y a la crítica. Y qué es la crítica y que función cumple. No estoy en condiciones de responder. Solo ofrezco de manera honesta compartir mi mirada.
Lo cierto es que se estila en los festivales que haya un espacio para la crítica. Existen diversas visiones críticas y esas visiones por lo general se materializan en textos. En esta ocasión se pensó en miradas transversales, en aspectos estéticos o éticos o en temáticas que de alguna manera estuvieran presentes o en re-representaciones de clásicos. Personalmente, tengo muy claro lo que me viene llamando la atención en los últimos años del teatro y ese algo es la ritualidad pero no cualquier ritualidad, sino aquella que en primer lugar rompe las barreras del yo, la que suprime los divismos y opera sobre el colectivo. Donde el cuerpo, como conjunto, no es objetivado, ni satirizado, ni irrespetado, sino por el contrario, donde ese cuerpo que ejecuta el rito se vuelve sacro, porque efectivamente recibe el mito y lo re-representa. Sin embargo, el hecho teatral no es la misa, no es el culto, no es el político encarnando el discurso.
Es una mirada netamente filosófica-antropológica que se ancla en autores como Mercie Eliade, García Caclini, Jorge Dubatti. Por lo tanto, me interesa el teatro como convivencia, como reunión en vivo, como posibilidad de reinstaurar algo muy antiguo. Diría que me interesa esa forma de consumir ficción y producirla como rerepresentación de un mito fundante, pero me interesa la primera situación de comunión, la que se da entre los oficiantes. Mi mirada se ancló en esos montajes donde la fuerza estaba en el colectivo, donde el cuerpo vivo eran todos los cuerpos. Siguiendo esta pista y resignada a no poder verlo todo, me quedé con tres piezas: Mendoza, Jolgorio y Volver a Madryn. A primera vista tres propuestas muy diferentes: la primera un Macbeth a la mexicana, la segunda un trabajo escolar y la tercera casi una avalancha de teatralidad.
En Mendoza la fuerza del colectivo se ancla en el efecto camaleón, en Jolgorio en salir con astucia de la trampa del autodesprecio que nos caracteriza a la hora de representarnos y entrar en una lógica del barrio como cuerpo vivo y en Volver a Madyn en la capacidad de encarnar la complicidad de los personajes en el cuerpo de los actores.
A continuación algunas palabras para las tres propuestas. La extensión que le dedico a cada una no tiene importancia. No es por cantidad de palabras que se mide nada. Y ni remotamente intento compararlas, simplemente en las tres encontré la fuerza de lo colectivo.
Mendoza o la rescritura de la traición-ambición
Los hechos
Fui parte de Mendoza, el montaje de Los Colochos Teatro, como público, como feligresía, como borracho de cantina.
Como soy hiperactiva del sentido, descubrí que “colochos” significa algo así como rizo o gente de cabello rizado y que proviene del náhuatl, que ya fue incorporado en la RAE y que en su lengua original era escorpión o alacrán. Como sea, para no rizar el rizo, esta gente son escorpiones, muerden y envenenan.
Sucede que no me gusta decir obviedades, por lo tanto, les remito a la ficha técnica de la página del XXXV Festival de Otoño a Primavera de la Comunidad de Madrid. http://www.madrid.org/fo/2017-2018/pdf/mendoza.pdf .
Leamos a Juan Carillo, director y co-dramaturgo de la pieza en cuestión: “Mendoza es una adaptación de Macbeth, de William Shakespeare, situada en un contexto mexicano. Cuenta con una dramaturgia alterna inspirada en autores como Juan Rulfo y Elena Garro; una escenografía sencilla nos remite a una cantina que no corresponde a un tiempo ni a un lugar determinado; y seis actores y tres actrices permanecen todo el tiempo en escena, con el espectador muy cerca, ubicado a cuatro frentes”.
Continúo, además de haber estado en Bellas Artes el viernes en la noche, también me acerqué a la Facultad de Artes de la UASD a escuchar la charla de Juan Carillo, quien, como ya dije, es el director y co-dramaturgo de Mendoza. Sin embargo, luego de su relato, descubrimos que Juan Carillo es quien soñó a Mendoza, o quizá a quien se le apareció en sueños algún muerto y le dijo: “Oye, tú que vives en un mundo de vivos traidores, aprende a representar el espíritu de los muertos traicionados”.
Esto último no se sabe a ciencia cierta, porque lo que sabemos es lo que escuchamos y vemos. Y lo que vimos fue un montaje que no es que rompe con la cuarta pared, sino que es un montaje sin paredes. Un montaje que se vale de nada y de todo, pues mete mano a la estructura de Macbeth, a la antropología, a la literatura, a la investigación, al camuflaje, a la máscara, a la voz, al cuerpo, a la crucifixión, a la brujería, a la última cena, a la cantina, a la cerveza Corona, al humor y a la tragedia.
Aunque a simple vista parece hecho con nada, pues vemos, unos tipos vestidos como nosotros, unas mujeres sin glamour, una gallina, un par de sillas, una mesa, una cubeta con sangre falsa, un par de trapos y máscaras de cartón piedra y una banda de trompeta y voces. Todo luce tan feíto y chiquito como esos alacranes que, cuando muerden, envenenan, y su veneno no te mata, sino que te pone a delirar, no porque te dieron un ácido que se te metió por la piel cuando tocaste la taquilla, sino porque este grupo produce la ilusión, juega con nuestros sentidos, hace magia y nos mete en el cuento, comulgamos sin ostia. Y según dicen, esto es teatro, o al menos un tipo de teatro: el teatro ritual.
Mi función, si acaso existe la función de la crítica, es decir, oigan: “esto no es una pipa”, o sea esto no es la vida de Mendoza, que antes fue la de Macbeth, porque ambos son representación y no de un personaje histórico, sino de una conducta humana: la traición, acompañada de su mejor amiga: la ambición. Y para seguir, en esta lógica de funciones, debo, por lo menos dar claves de lectura, o echar luz sobre los resortes que sostienen la ficción. La crítica no es ni inocente, ni subjetiva, ni orientativa, ni didáctica. La crítica se parapeta desde un lugar y hace su lectura. En mi caso particular, creo encontrar las claves para que esta representación se transforme en un rito, en el ritmo y la combinación de los diferentes tipos discursivos que conviven en la puesta en escena. Parto desde la perspectiva hermenéutica y de la antropológica, particularmente Mircea Eliade.
La interpretación
Cada época reescribe, reedita, representa la traición cuando logra liberar la esencia en una forma, no que la contenga, sino que le permita expresarse, que le devuelva el esplendor para volver a ser. Y que, en un acto comunicativo como lo es un montaje teatral, encontrar la posibilidad de permitirle al ser, ser (perdón por el exceso de metafísica), no es tarea sencilla aunque el montaje deba parecer sencillo.
Veamos, la clave de la eficacia de esta pieza está, desde mi punto de vista, en la convivencia de los diversos lenguajes que la configuran y en el ritmo no armónico dado por la combinación de los diversos lenguajes. Independientemente de las estrategias utilizadas por los hacedores, como la investigación, el laboratorio o las llamadas, por el mismo Carillo, salas de urgencia donde ponían a prueba la eficacia discursiva para crear signos a partir de la reacción de los diversos públicos, creo que más allá de esa información objetiva, es deber del observador no ingenuo, descifrar sin manual de instrucciones.
La clave está en el ritmo, no en el signo. En la dosificación a lo largo de la puesta en escena del conflicto: traición-ambición y como ese conflicto se va transformando y rescribiendo en cada escena, cada recurso que lo representa, lo reedita. Digo que la convención de romper la cuarta pared, de incluir al público, de traer a Rulfo en la estructura de Shakespeare, de vestir a los actores como el público o de invitar a una la gallina o cualquier otro elemento no son en sí mismos los que le dan la eficacia al evento, sino el manejo preciso del ritmo. Ritmo que sin duda se construye mejor con todos los participantes del rito.
El ritmo no lo pone ni el texto, ni el director, ni el actor, ni, ni…, sino que se constituye a partir de todo esto. Cuando todos bailan, el baile se da mejor, y en este baile, bailamos hasta los feos, que siempre somos los brecheros, o sea el público.
Intentaré, a través de las notas que tomé en la única función en la que participé, marcar esos ritmos o al menos los contrastes. La tropa llega feroz, ruidos con las sillas-escudo, suena el clarín, paso firme, acelerado. Cae inmediatamente con la intervención de este soldado medio tonto pero con la astucia del sobreviviente. Los monólogos de la bruja se interrumpen con la rudeza del guerrero, se miden las fuerzas de lo masculino imparable con lo femenino que busca recovecos para fluir. Y en medio de esto, una advertencia: No oyes ladrar los perros. Cuidado, las adivinaciones pueden ser perros, que solo ladran porque cabalgamos.
El clímax del inicio es casi una histeria masculina, la testosterona es imparable: ascenso, amor, ambición traición. Esa misma fuerza que escala que sube, en la primera parte, es la que produce la caída, atravesada por la sangre, sangre que se redita con claves muy claras: asesinato de niños, última cena, ahorcamiento de la traidora, crucifixión de Mendoza y caída absoluta que se ancla otra vez en un «Diles que no me maten». Cada canción, cada movimiento de tropa, cada escena relatada, cada encuentro con la bruja, cada distención humorística luego de las muertes ritman la puesta en escena para que cada escena redite el conflicto: traicionar por ambición.
Se podría decir que la clave está en la estructura de Shakespeare con la debida mexicanización, pero sabemos que no, sabemos que no todos los ritos tienen el efecto de reeditar el mito. En este caso, los oficiantes usan para la reescritura, la misma tinta que se usó para la escritura: la sangre. La sangre seca de la mancha enloquece a los traidores de todos los tiempos, la sangre fresca emborracha a los ejecutantes del ahora perpetuo del rito.
La traición-ambición es el mito que se edita en cada representación y los oficiantes encuentran la verdad en el lenguaje, en los lenguajes que son porque logran la comunión con los que observamos, pero somos parte de la traición porque también tenemos ambiciones. Porque la traición se rescribe con la fuerza brutal de la testosterona y la ambición con la descarga imparable de la progesterona que libera la sangre. Por eso sucede, porque se produce el encuentro, porque lo lunar y lo solar convergen para un fin común, por mucho que nos duela. Para soportar este dolor nos brindan una cerveza Corona al final de la función. Y que, ¡viva México cabrones!
Jolgorio, la antítesis del auto desprecio (presente en la mirada burguesa del teatro burlesco)
Según me dijeron Arturo López y Miguel Ramírez, el montaje formó parte del trabajo de graduación de una de las promociones de la Escuela Nacional de Arte Dramático y ellos fungieron de profesores, directores y demás afines. Destaco que fue un trabajo de estudiantes y no me interesa medir la calidad técnica de la propuesta, sino destacar la fuerza del colectivo. Fuerza que permitió que se instaurara el mito fundante, la fuerza de aquello que comenzó y se redita cada vez que se lo convoca de una determinada manera.
Jolgorio parte de un texto prexistente, El callejón de la Yaya de Jaime Lucero que también tuvo su montaje. Los pilares del montaje son la fuerza del colectivo y el corte transversal del barrio que deja en evidencia la ausencia total del criterio burgués de lo privado. El pacto de ficción arranca dejando muy claro que acá no existe lo privado y por tanto nadie le hace coro a un protagonista, sino que el coro es el protagonista.
La tensión básica se aglutina entre el amor, el desprecio, el abandono y su consabido amargue. El resto son versiones sobre lo mismo que editan o reditan viejas historias inconclusas. Pero el relato no es la anécdota. El relato es el latido perpetuo de esta barriada que huele a mondongo, a tabaco, a velones que se encienden indistintamente para Belié Belcán o San Jorge, esta barriada que detesta el pecado y lo protege, esta barriada que mezcla al muerto con su asesino y a la bruja con su beata.
En qué se apoya la puesta en escena para ser un Jolgorio y no la historia de Guelo, su víctima y su Ñoña en un contexto adornado por personajes pintorescos. Se apoya en acciones muy concretas que aúnan a los oficiantes: los tarros de pintura, la música, la amplificación en la caracterización de los personajes (evitando la caricatura), en las coreografías simbólicas y la entrada y salida de diversos personajes en el cuerpo de un mismo actor. Nótese que este recurso, no busca el virtuosismo, sino que busca que esos cuerpos sean atravesados por el dolor, la alegría o la tragedia de esas almas en pena que son algo así como los habitantes de la Yaya.
Sabemos que una comparsa de carnaval no es un grupo de teatro, sin embargo estos jóvenes funcionan así con la conciencia de una comparsa de carnaval y desde ese lugar actúan. Incluso aunque mucho de los participantes de este trabajo estudiantil, se dediquen a un teatro menos ritual y más burgués creo que este ejercicio de ruptura del yo, de amplificación de las posibilidades físicas a la hora de encarnar los personajes y este acercamiento absolutamente respetuoso de lo popular, sin caer en tentaciones caricaturescas que encuentran la risa fácil del público, es un excelente entrenamiento para una actuación de calidad que busca religar al espectador con ese momento único y fundante que habita en cada uno de nosotros y que a veces encontramos en medio del jolgorio, si el jolgorio es tratado con el cuidado y el respeto que merece una acción ritual. !Ay, ay, se me muere Rebeca!
Volver a Madryn o los efectos efectivos de una sobredosis de testosterona
Este grupo de teatro cordobés, de Córdoba Argentina, formado por los actores: Alejandro Orlando, Hernán Sevilla e Ignacio Tamagno, bajo la dirección de Rodrigo Cuesta, montó una pieza al ritmo de una hinchada de fútbol con la fuerza imparable de la testosterona (algo encocada) y sobre la versión desfigurada, a los golpes, de un texto del irlandés Conor McPherson. Leí confesiones en algunas páginas de internet en las que se dice que de la versión original no quedó nada, Sevilla la rescribió y estos tres varoncitos la pusieron en escena junto con la magistral voz de las luces y la imagen del sonido de la costa en invierno. Efecto de sinestesia agresivo: las luces se sientes, el sonido se ve y las imágenes con las que juegan los cuerpos de los actores casi se huelen.
No puedo evitar salir del personaje de la crítica y bajo un efecto v, me distancio y digo: el montaje me resultó absolutamente bestial. Entonces escucho voces que me dicen a la altura de la nuca, claro, tu eres argentina y de la Patagonia y etcétera. No niego, incluso lo haría bajo juramento que la idea de imaginar las ballenas de Madryn en Samaná, me gusta, pero sé que no son las mismas. Y vuelvo a ser crítica y digo: los recursos del montaje logran la comunión, hay un colectivo que se mueve, hay un ritmo… hay rito y hay mito.
El montaje completo es un paisaje, una línea negra que cobra vida y dibuja las acciones, una cámara fija en la charla de café interminable de estos tres tipos que lo hacen todo. Todo sucede en la costa atlántica en invierno acorralada en el 2001, corralito que determina conductas, traiciones y abusos. En medio se cuela la vida: un adolescente confundido, un hermano mayor súper héroe de pueblo y un casi cuñado más perdido que una bala perdida.
Entonces me explico, deconstruir este montaje es complejo porque no tiene capas como la cebolla, más bien es un tsunami que arrastra con la fuerza de la testosterona de una hinchada de fútbol, con la maestría actoral de los actores del sainete argentino, con un relato dramático construido entre la desazón de los vaivenes económicos de las inflaciones argentinas, con el relato de un policial y con el humor negro que no sabemos cuándo surge y esperemos que no muera en Capusotto.
¿Cuál es el mito que se redita?: el de la lealtad entre varones, el del honor de la familia. ¿Cuál es el deseo que se actualiza?: el del sexo, el de la justicia y el de huir. ¿Cómo lo materializa el montaje para que sea rito?: representando en vínculo indisoluble de los personajes en la integración de las actuaciones. Imposible decir que tal actor se destaca sobre el otro, son la masa actoral la que actúa, logran la fuerza indetenible de la patota, de la banda, de la mara, de la murga.
Nótese que encapsular esta energía en un montaje lo vuelve ritual inmediatamente y si todos son el coro y todos son el corifeo la fuerza es imparable. Si a esto le sumamos que las luces hacen mucho más que visibilizar una escena sino que cuentan al paisaje, como las luces ubicadas a los costados que denotan faro, mar, barcos y connotan distancia, lejanía, pérdida.
Los juegos metateatrlaes, este salir y entrar del personaje, sobre todo al inicio nos meten de cabeza en la historia porque nos toman en cuenta. No hay deseo de engaños, estamos claros que esto es teatro.
Antes de finalizar, quisiera destacar un detalle pintoresco que me llamó la atención: en una de las páginas de internet que visité para buscar información encontré dos comentarios sobre lo machista del montaje y el trato cruel a la gordura. Entiendo que ambos comentarios no hacen más que confirmar lo bien construidos que están los personajes y que esa energía del macho en brote absoluto de testosterona se transformó en teatro. ¡Aguante Madryn, carajo!