Asociaciones libres en busca de la coherencia del delirio de Juana, la loca

JuanaHistoria Clínica 

(según el programa de mano del V Festival de Bolsillo del Teatro Guloya)
Juana, una locura de amor

Intérpretes: Lorena Oliva y Canek Denis
Dramaturgia:
Pepe Cibrián Campoy
Dirección:
Manuel Chapuseaux
Regidor:
Germán Venegas
Diseño de Luces:
Ernesto López

 

Constelaciones Familiares

En el país donde nací, donde nació Lorena Oliva y donde se crió y vive el dramaturgo de la obra que hoy nos ocupa (quien por circunstancias del teatro nació en Cuba), Pepe Cibrián Campoy, es un país no solo apasionado por el futbol, sino por el psicoanálisis. Y como los sicólogos, siquiatras y sicoanalistas crecen como las matas, en todas las familias hay uno y si no es miembro sanguíneo de la familia lo es por amistad. Y como mi familia no era la excepción, teníamos una tía postiza que era siquiatra y un día escucho que le dice a mi mamá (no recuerdo el contexto): “Para poder sacar a un sicótico de su delirio hay que ayudarlo a encontrar la coherencia de su discurso a través de la asociación libre.” Cuando escuché esto, inmediatamente, me metí en la conversación y pregunté: “Pero Juana (juro que así se llamaba la tía postiza) cómo se va a buscar coherencia usando la asociación libre.”

Antes de su respuesta se sobrevino el sermón de mi madre amonestándome por interrumpir conversaciones de adultos (yo tenía 24 años) pero para las madres una nunca es adulta. Juana, la siquiatra, me respondió: “Asociación libre no significa incoherencia, sino muy por el contrario es la posibilidad de encontrar la coherencia de cada individuo, más allá de los mandatos sociales establecido como coherentes y por ende sanos o como mejor se los conoce normales.” Entonces, le dije, “el delirio es coherente”, a lo que ella respondió: “el delirio es coherente en sí mismo porque tiene sus reglas de construcción, su génesis, su sentido, pero se inscribe dentro de una norma social que lo convierte en locura”. Juana dijo y dijo mucha más cosas que no vienen al caso, un día se fue a España a casarse pero volvió sola y triste, la habían engañado. No se volvió loca, pero siguió trabajando con locos.

Y si extremo mi propia asociación que abreva en varias décadas de vida alfabetizada e informada, Juana, la loca, es un personaje de los libros de historia, es un obra de Manuel Rueda que ganó el Tirso de Molina, es una época de España con judíos y árabes expulsados y con llegadas violentas a América y con traiciones y venenos y locura en la corte y la Santa Inquisición como instrumento de Roma que estaba pero que no ponía el cuerpo, el cuerpo lo ponían evidentemente otros. Entonces, desde esta perspectiva ya no podemos decir Juana, la histórica, porque la historia se transforma en una mirada muy peculiar de una época sobre otra.

Juana es (desde todos nuestros ahoras) un elemento que reúne las condiciones objetivas y subjetivas (leer cualquier panfleto editado en Cuba para adoctrinarnos en marxismo) para traer a nuestra escena la construcción de dos discursos contrapuestos: el de la normalidad y el delirante, el de la locura. Pero sucede que para algunos de nosotros como la actriz, el dramaturgo, el director y gran parte del público, la locura estaba en el discurso oficial y lo normal estaba en el discurso de Juana. De manera tal que traer la “locura de Juana” a la escena contemporánea es una apuesta muy fuerte de cambio de signo.

Dicho esto, hablemos un poco del autor del texto, Pepe Cibrián Campoy, pertenece a una casta, a una estirpe de actores, recorrió lo que fue el gran imperio español. Su madre nació en Colombia de padres españoles que andaban de gira, se cría en España, conoce al padre de nuestro autor en Nicaragua, también actor de gira, que es argentino y siguiendo la asociación geográfica dan a luz a Pepe en Cuba, última colonia de España. Toda la familia vive en Buenos Aires, donde son inmensamente reconocidos en cine, teatro y televisión. Opta )si es lícito decirlo) por una carrera en los musicales, digamos que es el referente de los musicales y dirige, actúa y escribe varias piezas, entre las que está Loca, así la titula, un unipersonal escrito en 2012. Obviamente la llevo a la escena, un personaje así no escribe de balde. Su opción fue con la actriz Palmer Palmer, que no me detendré a contar su historia pero es bien interesante la biografía de la actriz y la de Juana.

 

Nuestra propia historia

También dicen por ahí que la asociación libre para entender el delirio sirve como cura de la herida, pues si a partir de encontrar el sentido del delirio se es capaz de construir una historia e inscribirla con astucia dentro del discurso hegemónico y aspirar a ser escuchado y tomado en cuenta; entonces se cambia el signo no hay locura y a lo sumo se es el raro, el artista, el diferente.

Si por razones objetivas y subjetivas (volver a leer el panfleto sobre marxismo antes mencionado) esto no sucede persiste el delirio y el individuo o el grupo son aislados hasta morir y quizá con suerte su delirio será reutilizado en otra época, en otro tiempo para cambiar o justificar un cambio de discurso. Esto pasa hoy por hoy con Juana, su delirio hoy nos sirve para construir un nuevo discurso con respecto a la mujer, a las minorías al papel central del amor, del afecto.

De lo que podemos concluir que en la historia reina un principio ecológico, nada se pierde, todo se transforma o dicho de manera más popular espere a morirse que quizá nombren un parque con su poema.

Y la familia y las asociaciones se extienden hasta nosotros, hasta nuestra realidad dominicana con tantos feminicidios, con tanta dificultad para incorporar nuevos discursos, discursos diferentes que al salirse de la norma son descartados por delirantes. Y aún peor, con tanto deseo caníbal de instaurar nuestros propios discursos para aniquilar al otro y tildarlo de delirante inmediatamente pierde el poder.  Aquí y ahora irrumpe Juana, una locura de amor, envuelta en los paños polisémicos que propone Manuel Chapuseaux y que Lorena Oliva y Canek Denis les dan vida y sentido.

 

Es obvio que en esta propuesta de asociación libre, no recordar lo que dije el sábado pasado con respecto a la otra pieza que vine a comentar: Johanna Padana y el descubrimiento de América, que también dirigió Manuel, es traicionar el método. También una mujer diferente, también la época de la despiadada conquista, también su impronta: sencillez y claridad en el mensaje, actor o actriz como supremo recurso, evidencia permanente de la no mímesis de lo real, polisemia de los elementos y ante todo y sobre todo no apostar al virtuosismo.
Me explico, en las puestas de Manuel, nunca he encontrado fanfarronería, ni virtuosismo, hay un esfuerzo desmedido porque no se note el esfuerzo, es el gesto del teatro popular, del teatro callejero, un sombrero, una silla y una historia y arrancamos. Ahí está todo el trabajo imaginable con el sudor incluido, pero simplemente no se nota, no nos salpica el sudor, no hay un deseo de transmitir un pathos griego de tragedia inconmensurable que solo le pasa a los elegidos. No, todo lo contrario es poner en escena una tragedia inconmensurable que le pasa a cualquiera, incluso a una reina.

Teniendo en cuenta esta clave, que a mí se me antoja cierta, (ahorita Manuel me manda pal carajo) cobra sentido la elección de incluir a Canek en el montaje, habiendo sido el texto concebido como unipersonal para una actriz, que hizo gala de virtuosismo, de pathos, que encarnó la historia desde el ego herido de una que se sabe reina, desde tengan compasión de mí, no desde esto le pasa a cualquiera.

Manuel en su decisión de montaje con respecto al texto hace que la historia sea de todos y le pueda pasar a cualquiera. Una interpretación muy cargada de virtuosismo escénico nos lleva a admirar al ejecutante pero no necesariamente a dejar que la situación se nos adentre, a entender que eso que pasa ahí, le pasa a todo el mundo. Manuel hace obvio lo teatral pero acerca el fluir de la vida al teatro con la simplicidad no solo en lo dicho sino en el cómo se dice. Y esto es un desafío muy grande para todos los integrantes incluido el público. Creo que llevo casi 20 años viendo el trabajo de Manuel y recién ahora, en este preciso momento que escribo, me estoy dando cuenta de esto. Parece que el método de papá Freud robado a los surrealistas está funcionando.

Por lo tanto, esto nos lleva a ver todo el montaje en esta clave. Lorena es Juana, encarna a Juna, es la actuación, es la que ejecuta la historia y a su marido, es a la que le sucede la historia pues representa diferentes momentos de la vida de Juna. Enuncia desde la vejez, pero evoca su niñez, juventud, su madurez. Pero todo esto desde la calma de la vejez y el encierro, en un tono bajo, cansino, con momentos de derroche energético para los puntos culmines como cuando va en barco a casarse con Felipe (imagen impresionante), a quien ya ama por la belleza de un retrato o al final cuando confiesa su crimen. Cada una de las Juanas se construye a partir de sus estados de ánimo: ilusión, celos, rencor, no se apuesta tanto a la voz o la postura corporal. Es una construcción a partir del afecto, una especie de como sí bizarro al servicio del contar. Lorena es la condición subjetiva.

Por el otro lado, Canek, es el texto, es la historia, es la condición objetiva. Ninguna de las líneas, en el texto mismo, dan cuenta de subjetividades. Son líneas que nos pintan el contexto histórico, los hechos. Por tanto se meten en la escena como tales. Canek no interpreta los personajes, de hecho no hay personajes, hay un realidad (madre reina, doncellas, marido infiel, Inquisición, Imperio Español, Carlos V) que engendraron a Juana y en la puesta en escena eso se traduce en una no interpretación, sino simplemente en una teatralización que parece hacer nada pero no es nada o es actuar la nada, que no es lo mismo.  Por tal razón está de negro, es la parte negra de la historia de Juana, es quien le da el paño negro, que ella intenta re significar pero que la controla, la encierra. Es además una figura que Juana no ve, es el fantasma que no se puede atrapar, que no da satisfacción y por ende generan el famoso trauma.

Juana blanca, historia negra, solo un extraño mapa antiguo o tapiz  de un imperio nebuloso cuelga detrás de los actores para que imaginemos, quizá, el imperio de la locura. Una mujer encerrada en una torre en Tordecillas, ciudad donde se firmó aquel tratado en el que España comenzó a perder pedazos del aún no imperio…

Algunos estarán esperando que emita un juicio sobre las actuaciones y a mí no me gustan los juicios, para eso las cortes y en las cortes ya vemos lo que pasa, prefiero mantenerme alejada de ellas, además nunca me van a invitar. Creo, estimo y me parece, que este delirio de arte que es esta pieza y que empieza con la historia de Juana y sigue con el dramaturgo y pasa ahora por nuestras costas y juega en la cabeza de Manuel y en los cuerpos, la voz y el alma de Lorena y Canek es un delirio al que le encontré coherencia y eso a mí me basta.

Entonces, mis estimados me voy a ir apagando, porque el problema con el método que he propuesto, la asociación libre para coherentizar el delirio, es que una también termina delirando y no quiero volver donde la siquiatra para que en lo que le encuentre coherencia a mi delirio, me encierre como a Juana.

Published in: on 6 diciembre 2014 at 11:57 am  Deja un comentario  
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Unas actrices de éxito (Olguita y Elvira), un hombre dramaturgo (Estorino) y una adaptación como guiño

Olga

“Bebo para olvidar mis penas, pero las muy desgraciadas aprendieron a nadar”. Esta frase se le adjudica a la grandiosa pintora Frida Khalo, maltratada por el bestial muralista Diego Rivera, a tal punto que se cuenta que cada vez que el hombre se le iba con otra mujer, ella arrancaba a beber tequila y se despachaba un intenso monólogo feminista, liberador y amargo. Pero cuando el hombre volvía y a ella se le pasaba la borrachera, se arreglaban y todo comenzaba de nuevo.

 

Penas nadadoras, penas sobrevivientes. El alcohol no alcanza para ahogar el desconsuelo frente al sueño roto, frente a la vida que se va, frente a lo absurdo que fluctúa entre lo ridículo y lo irónico. Las penas marcan todo un estilo, toda una militancia, toda una generación, toda una ilusión de ruptura plagada de supersticiones y desgarros personales.

 

Las penas saben nadar es un casi monólogo que se enmarca en la enorme tradición del teatro dentro del teatro, también conocido como meta teatro. Si bien el empleo de este recurso se acrecienta en América Latina en los años 70 luego del boom de Brecht, es necesario reconocer que el mismo ha estado presente en toda la historia de la representación como expresión de la necesidad de jugar con los planos semióticos, de decir “esto es teatro” y “esto otro” no, o “todo es teatro”.

 

Desde este punto de vista, puede decirse que la pieza de Estorino juega permanentemente con estos dos planos en varios aspectos: la tensión dramática va de lo ridículo a lo irónico; la fábula narra la vida personal y la vida en el teatro; el personaje va de la sobriedad a la ebriedad; el discurso deriva entre el chisme y la anécdota. Es un perpetuo juego dialéctico que nunca alcanza su síntesis, sino que se perpetúa entre un campo retórico y otro campo semiótico. Es precisamente este vaivén el que produce la angustia, la molestia en el espectador, que solo se mitiga con la risa o con el guiño que hace referencia a una realidad conocida.

 

La pieza se estructura en la clásica división en tres partes: una introducción que nos plantea la situación de comunicación bajo la forma de un festival de monólogos organizado por una instancia gubernamental en el que la actriz irrumpe sin permiso; el desarrollo, el cual es en sí un acto de ilegalidad, pues no deberíamos estar escuchando a esta señora que supuestamente viene a realizar el monólogo de Cocteau titulado La voz humana en un escenario usurpado después de tomar la escena por asalto; y finalmente, un desenlace previsible, el cual anuncia la violenta caída del personaje en el patetismo, en un pozo oscuro de recuerdos, sombras, resentimientos y supersticiones que no le permiten hacer el monólogo esperado pero la dejan al desnudo, ebria frente a un funcionario que la saca a empujones del escenario. Todo sucede mientras la actriz se va emborrachando supuestamente para calentar su propia voz, no La voz humana que intentó hacer en francés.

 

La pieza de Estorino se estrenó a finales de los 80 en La Habana y desde el principio cobró allí pleno sentido pues en Cuba la cantidad de compañías de teatro es tan grande que este monólogo se hizo allí inmediatamente comprensible para cualquier espectador. Sin embargo, en nuestro contexto, esta pieza podría resultar un tanto más hermética, a pesar de la excelente adaptación. En efecto, una parte importante de su tremenda carga de ironía podría pasar desapercibida ante el público debido a que muchas de las expresiones y frases que la comunican se refieren o se circunscriben al mundillo del teatro local. De hecho, en el Santo Domingo de 2013, esta pieza parece aquí un susurro al oído para la clase teatral, lo cual indica que dicha clase ya es capaz de constituir por sí sola un público, y que, probablemente, sólo a partir de este fenómeno el teatro se podrá popularizar entre nosotros.

 

Pero más allá del texto están la actriz y la directora. A la actriz la vimos, a la directora la adivinamos. Olga Bucarelli se deja atravesar por la pieza, construye un rito en el que se deja llevar pero al que controla permanentemente, al que amarra cada vez que el patetismo la arrastra. La construcción del personaje es apropiada desde el vestuario, la voz, la actitud corporal, los movimientos, los desplazamientos. Todo se conjuga para parecer desordenado, para simular una borrachera morbosa, pero no, el orden invisible de la directora se impone y el montaje se vuelve legible, inteligible.

 

Este tipo de puestas en escena corren el riesgo de ser monocordes, caóticas, de afincarse en la demencia y enturbiarse. Afortunadamente, este no fue el caso del montaje realizado por Elvira Taveras, Olga Bucarelli y Juan Rodríguez. Ni el texto, ni la actriz, y mucho menos la dirección permitieron que ganara la entropía y que las penas se ahogaran.

 

Y es por eso que, en cada función, las penas nos confirman que aprendieron a nadar.

 

 

 

Published in: on 30 septiembre 2013 at 11:13 am  Deja un comentario  
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La peste = proceso kafkiano + carnaval + vampiros + corrupción hospitalaria, financiera, política sobre ranchera para día de muertos por perros al cuadrado

Marco catártico

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Es sinceramente difícil, luego del texto, del montaje y del desmontaje, develar esta duda: ¿qué es  la peste? Y como víctima de la carnavalización de nuestros propios males me planteo una fórmula en lenguaje matemático, como si por ventura descubrir qué es la peste, fuese un problema a resolver o una incógnita a despejar. Entonces, con mucho visto y oído, recuerdo unos versos de una canción que entonaba Nacha Guevara: “Aunque Franco ganó las batallas / a hacer canciones quién nos ganó”.

Es sinceramente muy triste, que aún padezcamos depresiones y suicidios porque nos encontramos en las filas de las boleterías de los cine con los sádicos,  torturadores y ladrones que trabajaron sin descanso desde los días de antaño hasta el otro día de hoy.

Es sinceramente maravilloso, que antes de deprimirnos y suicidarnos hagamos arte.

Es sinceramente muy cuesta arriba, escribir sobre este montaje fabuloso, que parte de un texto serio, sabiendo que la peste es el móvil del arte. A veces, preferiría que fuera más mediocre el arte y más sublime lo real. Y entonces, es cierto que Franco ganó las batallas, que los familiares de los tiranos tienen el descaro de solicitar bienes al estado y que hay madres que lloran a sus hijos porque los sacaron muertos de un hospital saqueado por sus propios responsables o de un centro privado por la negligencia inhumana.

Es sinceramente apestoso, tener que reírse de la peste y no hay mejores chistes sobre el holocausto que los chistes que contamos los judíos. Y el holocausto vaya que fue apestoso, en sentido literal y metafórico.

Sé sinceramente que me prometí a misma, en toda la mismidad de su palabra,  escribir sobre La peste de estos días, porque me dieron  ganas cuando la vi. Pero también, no es menos sinceramente cierto, que la sola idea de caer en una descripción esteticista bien fundamentada para que todos estemos felices me da un poco de trabajo, me molesta, me atormenta algo llamado conciencia y digo, parafraseando a Lenin Paulino (el realizador escenográfico), no sé si es que me he puesto muy sensible o que me comienza a doler que la fuente de las mejores expresiones del arte, sea el aspecto más apestoso de nuestra humanidad.

 

Marco teórico-estético

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El texto de Ángelo Valenzuela es heredero del teatro popular y coquetea con la idea de los seis personajes de Pirandello en busca de autor. En este caso son seis actores y actrices que buscan los personajes que se irán enredando en esta comedia macabra de proporciones pantagruélicas y consecuencias kafkianas. La estructura es clásica, la fábula (planteo, conflicto, desarrollo, clímax y final)  como en el código metateatral claramente establecido.

Los personajes son arquetipos que quedan perfectamente definidos por sus acciones y nombrados en clave simbólica. Moisés, el hombre simple y comerciante de una pequeña ciudad que está dejando de ser rural, es el elegido para atravesar el árido desierto de la locura carnavalesca, que es sentirse enfermo con una carga de inocencia y fe similar al patriarca bíblico.  Pero que al igual que él muere antes de llegar a la tierra prometida. Plutarco, el médico, que en su propio nombre lleva el signo del dinero (plutos del griego dinero). Colombiana (palomita en italiano), la pasante inocente e idealista.

Los espacios se definen con cierta claridad, aunque tanto el lector como en el espectador, sabe que está leyendo teatro o en una sala de teatro. Sin embargo, con el tiempo sucede algo interesante, pues no hay marcas concretas del paso del tiempo; el tiempo pasa porque Moisés se deteriora y su esposa va por diferentes sitios buscando dinero. El tiempo es el tiempo del suceder de los hechos, un tiempo lineal pero sin marcas de cantidad de días o noches. El tiempo se mide en sufrimiento, sadismo y esperanzas.

El montaje de Guloya dirigido por Claudio Rivera; interpretado por Viena Gonzáles, Ricky Molina, Doris Trini, Jéssica Pérez, Víctor Contreras, Joan del Villar y el mismo Claudio; enmascarado por Miguel Ramírez;  vestido por Renata Cruz y escenografiado por Lenin Paulino se mueve en clave de hospital-casita del terror, estética mexicana de la muerte y de la lucha libre, resignificación de objetos cotidianos e ironía musical.

En el plano de las actuaciones hay dos tendencias claramente definidas: el naturalismo de Moisés y su esposa y el personaje clownesco-arquetípico que se construye de la acumulación antropológica a partir del modelo real que es el referente constante del personaje de ficción. Estos personajes que son una sola energía, una fuerza dionisíaca orgiástica que arrasa todo a su paso se acopla con el vestuario y las máscaras no para complementarse o ilustrarse, sino más bien como las simbiosis que ocurren en los ritos como la danza guloya. La máscara y el vestuario son la piel y por ende son también los personajes.

En este tipo de comunión ritual es muy difícil separar las actuaciones pues el colectivo actúa con una fuerza que cohesiona y supera a las individualidades. Y es justamente la materialización de esas fuerzas apestosas las que nos sobrecogen y nos arrancan carcajadas distanciadoras para no morirnos de horror catártico. Moisés y su esposa, en clave naturalista y vestidos de blanco, son atravesados por  la bacanal hospitalaria, burocrática, financiera, sindicalista, religiosa y otros aditamentos y no logran salir, son devorados por los perros del señor que somos los dominicanos, en su primera denominación en latín.

A pesar del maravilloso efecto  ritual del montaje, es posible destacar la factura impecable de las máscaras con el hilo conductor de la dentadura canina o calavérica, el vestuario rigurosamente diseñado como un sistema simbólico con una lectura semiótica clara a partir de los colores, las texturas y las formas. Ni que decir de las actuaciones de Doris Triny y Ricky Molina tan apresados en la verdad que se debió de cambiar el final.

Marco dorado para diploma de honor

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No puedo seguir, sin hacer un aparte muy especial para Viena González. Llevo unos cuantos años viendo a Viena sobre los escenarios, incluso he tenido el honor de haberla hecho actuar en una pieza de mi autoría dirigida por Henry Mercedes (que conste en actas, la única fuera de la dirección de Claudio) y el proceso de crecimiento escénico es evidente. Viena se ha formado, trabajó su cuerpo, su voz, enfrentó sus deseos y rechazos. Viena se trascendió a sí misma y se nos muestra sobre las tablas, no como lo que es, sino como lo que ella misma construyó: una actriz del carajo.

Creo que fue a partir de Nuestra señora de las nubes que se produjo el salto epistemológico en sus interpretaciones. La plasticidad de pasar de una hija incestuosa al compadre piropeador le dieron la zapata para enfrentarse al coloso de Anaisa en El Tsunami. Pero  esta última entrega con sus cuatro personajes es absolutamente antológica y certera. Nos muestra la esencia de cada uno de estos arquetípicos con sencillez y soltura, no se percibe el esfuerzo, se mueve en terreno conocido por ella y reconocido por nosotros.

Viena logra crear personajes tan claros como los de la comedia del arte, perfectamente podríamos colocar a la gobernadora, la secretaria, la evangélica y la tía odiosa en otra obra o en otras obras. Logró con su construcción crear formas actorales con un nivel de legibilidad tan certero que podrían ser reproducidos, incluso por otros actores.

 

Marco existencial

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Sigo preocupada por la peste y por la maravilla estética que es capaz de crear. Es interesante escuchar a cada uno de los implicados en este trabajo definir su propio sentido de peste. Para el dramaturgo la peste es la falta de solidaridad; para Jéssica Pérez, una joven actriz,  la peste hospitalaria es parte de su experiencia laboral; para Claudio la muerte apestosa es el constante peligro de perder su espacio teatral y para Lenin Paulino está en las vibraciones emanadas por las radiografías de enfermos que forran las mamparas de la escenografía…

Todos tenemos nuestra propia peste a la que tememos y espantamos con todo tipo de recursos desde higiénicos hasta metafísicos. La peste es aquello que nos contagia, nos indiscrimina, nos devora en la bacanal del tiempo, nos extravía de los signos reconocibles y nos puebla el camino de oscuridad e incertidumbre. La peste nos aterra al punto tal de querer enterrarla y olvidarla. Pero cuando la peste aflora y contamina las aguas y enloquece los sentidos  de nuestros hermanos la espantamos con la risa,  en lo que encontramos un antídoto más eficaz para desterrarla de los enigmas tenebrosos de las esfinges.